Las orejas del Rojo se enderezaron a medida que el roce en el pasto alto se hacía más y más fuerte. Cuando la hierba empezó a ondular sus orejas cayeron indecisas. Y para cuando por fin nuestro visitante se dejó caer en la grava del camino, el Rojo ya estaba a mi espalda y en sus ojos había una nerviosa mirada.
«Bienvenida al camino», reí, dirigiéndome a la tortuga. «Doña Tortuga Mordedora, le presento al Rojo, un perro que pensaba que todas las tortugas eran pequeñas y nunca salían de las charcas. Rojo, aquí te presento a la señora Tortuga Mordedora, la tortuga más grande y caprichosa de estos rumbos. Su estanque se ha secado, así que tuvo que salir a explorar en busca de una nueva casa.»
Con briznas de hierba y polvo pegados sobre su húmedo caparazón musgoso, la gran tortuga verde se limitó a sentarse en el camino, contemplándonos. Cuando el Rojo se atrevió a salir de atrás de mi espalda, estuve seguro de que deseaba comprobar cómo olía su nuevo descubrimiento.
«!No, Rojo!», le avisé, «Si olfateas a esta señora, te arrancará la naríz!»
Para enseñarle al Rojo una lección importante, tomé un palo y lo puse frente a la vieja tortuga. En medio segundo sus poderosas mandíbulas rompieron el palo en dos pedazos. El mordisco produjo un chasquido tan fuerte que el Rojo brincó del susto, y yo hice otro tanto.
«Grrrrrrr...» se lamentó el Rojo, como diciendo «No podemos dejar que ese monstruo ande suelto! ¿Qué vamos a hacer con él?»
Entonces le enseñé al Rojo otra importante lección. Simplemente eché a caminar, y le llamé para que me siguiera.