El Rojo era especial.
No era uno de esos perros que van en manada corriendo con otros perros y aullándole al viento. A él lo único que le gustaba era pasear conmigo.
Algunas veces, en el camino de grava, caminaba tan pegado a mí que su brillante pelo rojo se frotaba contra mi pierna.
«Rojo», le decía, «¿por qué todas las mañanas, cuando me ves, te pones tan contento?»
Claro está que Rojo nunca contestaba con palabras. Si quería decir algo, hablaba con sus ojos, o con el meneo de su cola. Sin embargo, como éramos tan amigos, eso bastaba.
Por la noche, Rojo dormía en el porche del frente. Acostado allí, soñando con los largos días del verano y los interminables paseos, su noche se llenaba de luna y estrellas, del ulular de los búhos, y de fantasmales nieblas blanquecinas que ascendían silenciosamente de los campos.
Entre sueño y sueño, alguna vez Rojo debe haberse despertado, levantado la cabeza, y mirado alrededor. Tal vez entonces se sintiera un poco solo. Y probablemente se preguntaba por qué yo siempre dormía dentro de casa, mientras que él tenía que dormir en el porche...
La cuestión es que Rojo vivió en una época en que a los perros campesinos como él no se les permitía entrar a las casas de sus amos. En aquellos días, la mayor parte de la gente ni siquiera creía que los perros tuvieran sentimientos, aunque yo sí lo creía.
Sí. En aquellos días, mientras recorríamos campos y bosques, el Rojo y yo nos enseñábamos uno al otro a ver las cosas de una forma especial. Los bordes de los caminos llenos de hierbas eran como museos, y los campos de maíz y frijoles a nuestro alrededor eran como circos de muchas pistas.