Misterios

MisteriosEn la vida de Rojo, no había otro misterio mayor que el de la casa.

Aunque Rojo podía retozar en cualquier campo o bosque que quisiera, o echar una siesta al borde de cualquier camino o acequia, nunca podía entrar a la casa. Este era el único lugar adonde yo iba sin él. Si yo salía al porche vestido con ropas distintas a las que llevaba al entrar a la casa, Rojo me contemplaba con asombro.

«Rojo», decía yo «¿acaso crees que cuando entro en casa me convierto en otra persona? ¿Crees que allá dentro viajo a otros mundos, o que hago cosas mágicas? Cuando estás detrás de la puerta oyendo voces y música en la radio, ¿piensas que allá dentro estoy en una fiesta con duendes y gnomos?»

A veces me reía al pensar en lo que Rojo habría imaginado mientras estaba sentado al otro lado de la puerta. Sí, lo que pasaba dentro de la cabeza de Rojo era mi misterio preferido.

Una vez estuve tentado de dejar entrar a Rojo en la casa, aunque sólo fuese unos minutos, nada más para ver qué cara ponía al mirar alrededor.

Pero nunca lo hice.

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