«¿Guau?», preguntó el Rojo.
Yo sabía exactamente lo que pasaba por su cabeza.
Aquella primavera, todos los días los mirlos grajos habían venido a nuestro huerto a arrancar los brotes tiernos del nuestro maíz. Cada tarde, las marmotas se habían atiborrado con nuestras matitas de frijol. Y durante la noche, las larvas habían mordisqueado nuestras hileras de coles.
Así que durante todo el verano el Rojo y yo habíamos tenido que trabajar muy duro en nuestro huerto. Habíamos replantado cada una de las matitas de col y cada atardecer nos habíamos quedado largo rato espantando a las marmotas. Incluso habíamos colocado un espantapájaros para mantener alejados a los mirlos. Y como consecuencia ahora, al final del verano, el maíz se erguía muy alto, y pesadas vainas de frijoles colgaban de todas las espalderas.
Aquella tarde, muchos animales habían regresado a visitarnos. Tomando baños de polvo entre las hileras de maíz, una docena de ruidosos gorriones se revolcaban en la tierra. Por encima de las grandes cabezas redondas de las coles revoloteaba una docena de blancas mariposas de la col. Y entre las matas de chiles en el extremo más alejado del huerto, un conejo se empinaba sobre sus patas traseras examinándonos, olfateando el aire con su pequeña naricilla negra...
«Ya le he visto», le dije al Rojo, «Pero mira, si es que necesita algo de nuestro huerto, podemos dejarle que lo tome. Quizá este verano no hemos compartido lo suficiente con nuestros vecinos. Es que ¿sabes Rojo?, cuando veo a estos animales me pongo más contento todavía que cuando cosecho tomates, calabazas y frijoles...»
El Rojo olfateó el aire y a continuación lanzó un sordo gruñido en dirección al conejo. Resultaba claro que no estaba de acuerdo mis nuevas intenciones de compartir nuestro huerto.
Sin embargo, poco después el Rojo dormitaba acostado en el resplandor oblicuo del sol poniente, estirado entre dos hileras de matas de cebolla... mientras que una blanca mariposa de la col se posaba juguetona sobre su húmeda naríz