Por la noche, solía verse alguna luciérnaga suspendida como una estrella sobre los matorrales, o abalanzándose como un meteoro sobre la hierba. Su brillante luz amarilla parpadeba como un ojo una y otra vez.
Pero aquella noche en especial, nuestra luciérnaga no era la misma. Flotaba sobre el agua al borde del estanque, y su luz no era más que un triste titilar. ¿Quièn sabe qué desgracia la habría llevado allí?
Arrodillándome en la oscuridad recogí a la luciérnaga en el cuenco de mis manos. Cuando toda el agua acabó de escurrirse entre mis dedos, el pobre coleóptero yacía de espaldas en la palma de mi mano, como un pedacito de madera muerta y chorreante.
Pero en ese momento, en la oscuridad, una cálida brisa nocturna empezò a soplar girando a nuestro alrededor, secando el agua que empapaba a la luciérnaga. Por fin, titubeando, la criatura se levantó sobre sus patas, apagó por completo su débil resplandor, y se encaramó a la punta de uno de mis dedos. A medida que pasaban los minutos yo iba sintiendo cómo aumentaba y poco a poco se hacía más fuerte la presión de seis diminutos pies sobre mi dedo.
Por eso no me sorprendí en lo más mínimo cuando, finalmente, brotó de su vientre una brillante explosión de luz. Si el Rojo hubiera podido ver mi rostro en la sombra, habría visto mi sonrisa.
Luego, en la oscuridad escuché un zumbido de finas alas y de repente una espléndida luz dorada brotó de mi mano. Como una estatua en la oscuridad permanecí observando cómo los destellos de nuestra luciérnaga se perdían entre las suaves llamadas amarillas de otras diez mil luciérnagas.
«Rojo», susurré, «en la oscuridad de esta noche, llevando una bella linterna amarilla, tenemos un pequeño hermanito...»