«¡Rojo!», grité, «¿qué estás haciendo?»
Agitando sus alas y chillando aterrorizados, cuatro polluelos de petirrojo se agazapaban indefensos entre la hierba delante del Rojo. Su madre revoloteaba sobre ellos chillando y batiendo sus alas en el aire, pero estaba demasiado asustada del Rojo como para hacer nada más.
Los ojos del Rojo reían de lo que a su juicio no era más que un juego
divertido. Su lengua húmeda y rosada colgaba de una amplia sonrisa perruna. Luego, como para decir que en realidad le encantaba conocer pájaros jóvenes, asestó un generoso lametòn a uno de los polluelos. El lengüetazo envió al pajarillo dando tumbos de espaldas en la hierba.
«!!!Guauuuuuuuu...!!! aulló el Rojo.
Creyendo que el Rojo se disponía a comerse a su bebé, la madre petirrojo
superó su miedo, se abalanzó desde arriba !y clavó sus afiladas garras en
el craneo del Rojo!
Gimiendo, más por la sorpresa que por verdadero dolor, el Rojo escapó tras la esquina de la casa, con el rabo entre las patas.
«Rojo,» le llamé riéndome, «hoy acabas de descubrir que hay cosas con las que no se puede jugar!»
Y entonces la valiente madre petirrojo se lanzó sobre mi propio craneo y yo también, chillando más por la sorpresa que por el dolor, huí gritando hacia atrás de la casa.