«¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!»
El potente croar de la vieja rana toro tronaba hacia arriba, se filtraba a través de las delicadas ramas del sauce, y reventaba en el cielo azul. Aunque hubiéramos estado en lo más alejado del campo de frijoles lo habríamos oído.
«¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!»
Al otro lado de la charca, quizá yo sonreía un poco. Quizá en los ojos del Rojo brillaba una chispa especial. Pero justamente entonces...
La oscura, rígida, brillante cabeza de una culebra de agua emergía en la
superficie del estanque. Las cejas del Rojo se enarcaron y yo sostuve el
aliento. Ni él ni yo nos movimos ni emitimos ningún sonido.
Silenciosa como una sombra la culebra nadó hasta la orilla opuesta y
zigzagueó en la hierba. Tan despacio que su avance era imperceptible se
aproximaba centímetro a centímetro a la ruidosa rana toro. Durante diez
minutos fue avanzando más y más cerca y más cerca aún... y la vieja rana
toro sólo seguía croando.
Las cejas del Rojo tenblaban al mirarme de una menera que significaba que no entendía por qué yo no hacía nada para salvar a la vieja rana.
!Splash!
Un poderoso salto llevó a la vieja rana al medio de la charca. En lo que
tardé en mover mi vista desde el estanque hasta la orilla, la culebra había
desaparecido.
El Rojo y yo nos levantamos.
«Rojo», expliqué, «para mí la culebra de agua es tan bella como la vieja
rana. Si hubiéramos intentado salvar a la rana, me hubiera sentido mal por haberle quitado su comida a la culebra.»
Dudaba de que el Rojo pudiera entender mi explicación.
Sin embargo, estoy seguro de que sabía lo aliviado que yo me sentía de que la vieja rana hubiera escapado con vida