A veces, antes de la llegada de las tormentas del verano, escuchas una clase especial de trueno. Es un trueno que suena como cien vacas soñolientas caminando lentamente a través de un largo e invisible puente de madera tendido de punta a punta del cielo.
Al Rojo le gustaba cazar a ese tipo de trueno.
Una tarde, proveniente de una tormenta que venía de más allá de la plantaciòn de tabaco de Clint Nall, el retumbar del trueno puente celestial hizo que el Rojo levantara tiesas las orejas. Se detuvo en seco y escudriñó a través del campo con su aspecto de «acechando algo especial». Yo sabía exactamente lo que él pensaba.
«Rojo... ¡no!»
Pero ya él había saltado a través de la zanja, y recorría a grandes saltos como un perro loco a través de la plantaciòn de tabaco de Clint, con la cabeza echada hacia atrás, ladridos semejantes a carcajadas brotando de su garganta, y sus pezuñas arañaban la tierra levantando una polvareda.
Las plantas de tabaco eran tan altas como un hombre y cada una de sus hojas ancha como una cometa. A medida que el Rojo corría entre ellas se oía cómo las hojas se rasgaban y eran pisoteadas en el suelo. Cada paso del Rojo significaba un dólar más perdido por el pobre Clinton.
«¡Rojo!» gritaba yo, «¡vuelve aquí!»
Pero era inutil llamarle. El Rojo ya estaba demasiado lejos para poder oirme. Ahora estaba ya arrasando la plantación de soya de Clint. Yo sabía que el Rojo seguiría corriendo hasta que el trueno dejase de retumbar. Sabía que cuando le llegara el momento de pararse a tomar aliento, se detendría, miraría alrededor y sólo entonces se daría cuenta de cuánto se había alejado. Tendría que caminar largo rato para regresar adonde yo estaba.
Pensé en el Rojo cazando truenos y en su loca carrera a través del tabaco de Clint. Pensé en mí mismo, solitario en el camino de grava. Y mientras me daba vuelta para regresar hacia la casa solté una carcajada tan inesperada que allá arriba, en los cables del teléfono, el sinsonte interrumpìó bruscamente su canción anunciadora de la lluvia...