A veces, en la punta de una brizna de hierba una gotita de rocío refleja la luz del sol de una manera especial. Como un diamante inflamado con los colores del arco iris, te obliga a pararte y mirar.
Aquella mañana yo iba buscando una gota de rocío de arco iris. Pero cuando al fin encontré una, no estaba en la punta de una brizna de hierba.
«Rojo,» dije, «mira aquella gota de rocío en ese pelo largo y negro de mi dedo gordo. Mira sus chispas amarillas y verdes, y luego rojas y azules...»
Levanté el pie sobre la hierba para que el Rojo lo viera. Parecía como si mi dedo gordo luciera un resplandeciente anillo de brillantes.
¡Slurp!
El Rojo no había comprendido. Creyó que le pedía lamer mi dedo gordo. Y por eso había lamido mi rocío de arco iris...
Hay algunas cosas, me dije, como algunas clases especiales de gotas de rocío, que un ser humano no puede compartir con un perro, ni siquiera con un perro como el Rojo.
Me reí y acaricié al Rojo para que nunca supiera en qué se había equivocado.