Como si tuviera derecho a invadir nuestra casa, el viejo perdiguero se precipitó dentro de nuestro patio y empezó a olisquear por todos los rincones. Cuando descubrió que el plato del Rojo estaba completamente limpio de comida frunció el hocico en nuestra dirección como reprochándonos que no hubiéramos preparado algo para él.
Ni el Rojo ni yo podíamos creer que existiera un perro tan mal educado.
Sus orejas y belfos colgaban tan flojos que a cada uno de sus pasos se sacudían con sordos chasquidos. Apestaba y babeaba. Sus grandes patas estaban cubiertas de lodo seco de haber vagado toda la noche por los campos.
Y en sus ojos había una mirada de estar perdido.
Estaba tan acostumbrado a los buenos modales del Rojo, a su aire de dignidad y seguridad en sí mismo, que mirando al viejo perdigero casi sentí nauseas. Hasta el Rojo parecía medio atemorizado y medio asqueado. Tembloroso, se deslizó hasta ocultarse a mi espalda.
«Rojo,» dije, «este pobre perro se escapó de aquel cazador de mapaches al que anoche escuchamos por los bosques de Bryant. Veré si en el collar lleva grabado el nombre de su amo...»
Con la mano extendida avancé hacia el viejo perdiguero.
«¡Guauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu...!»
A toda la velocidad que podían alcanzar sus viejas patas, el triste perro salió disparado hacia el maizal, con sus ojos aterrorizados, mientras resonaban sus lamentables aullidos como si le estuvieran matando. Sólo cuando estuvo muy dentro de los maizales se fueron acallando sus aullidos.
«Me alegra que haya sucedido esto, Rojo,» le dije. «Siempre debemos recordar que nuestras vidas son muy especiales, y que en cualquier momento todo puede cambiar. Debemos vivir cada segundo como si mañana nuestras vidas pudieran volverse como la vida de ese pobre podenco.»