Como cortinas ante una ventana abierta, las largas ramas del sauce llorón ondulaban en el aire cálido. Frente a la casa, los soleados maizales parecían un verde océano, y el viento formaba en el maíz olas verdes. Junto al porche, el viento soplando a través de las crujientes hojas del árbol de meple sonaba como una suave lluvia.
También ese día, y sólo para pasar el rato, las tres chicas Sánchez llegaron paseando por el camino hasta enfrente de nuestra casa. Bromeaban y reían entre ellas, y sus largos vestidos y largos cabellos se agitaban y danzaban en la cálida brisa. Su caminar por el sendero me recordó unas pequeñas nubecillas brillantes navegando por el azul cielo de verano.
«Rojo,» dije, «¿por qué será que esas muchachas que van por el camino me parecen tan atractivas? Cuando ellas ríen, aunque no tengo idea de qué es lo que encuentran tan gracioso ¿por qué río también?»
Con una mirada especial en sus ojos, Rojo clavó la mirada en el camino.
«¡Ruff!» replicó con lo que obviamente era una risa perruna.
«Rojo,» reí a mi vez, «Puede ser que tú y yo hayamos inventado una nueva forma de reir. Si así fuera, vamos a llamarlo uniéndose con risas que arrastra la risa del viento de verano»
Entonces, el Rojo volvió a reir, y yo le imité.