Desde el cementerio en la cima de Colina de la Iglesia, se podía ver todo en millas a la redonda. En el cielo de verano sobre la colina, todos los días llegaban golondrinas parloteando, en picada en busca de insectos. Incluso en los días más calurosos, entre las lápidas se movían brisas frescas.
Ese día, incluso antes de llegar a la cima de la colina, desde lo más profundo del bosque, olimos algo especial. Era el olor de la tierra recién rota que se mezclaba con los olores de la hierba triturada y las rosas marchitas.
«Funeral ...» le susurré a Rojo.
Al llegar al borde del bosque, vimos que el funeral había terminado y el coche fúnebre se alejaba. Ya se había apilado tierra roja sobre el ataúd y ahora flores marchitas convertidas en coronas y ramos de flores yacían esparcidos sobre una tumba. Quizás Rojo, que no sabía nada de funerales y tumbas, imaginó que la gente del coche fúnebre acababa de plantar un jardín de flores entre las lápidas.
Mientras me preguntaba qué estaría pensando Rojo, las abejas vinieron a visitar las rosas marchitas.
«Estas abejas saben que han encontrado algo especial», reflexioné mientras Rojo escuchaba, «pero nunca entenderán por qué todas estas flores están aquí hoy».
«Rojo», continué después de pensar un rato, «en muchos sentidos tú y yo somos como abejas que todos los días encontramos montones de hermosas flores. Sin embargo, tampoco entendemos la razón por la que ...»