El Rojo sabía que algo especial estaba sucediendo.
Esa mañana habíamos recogido del camino un gran ramo de encaje de zanahoria silvestre con volantes y lo habíamos colocado en un jarrón azul sobre la mesa de picnic. Llevaba ropa limpia y me quedé en el patio trasero, cada medio minuto mirando hacia la carretera.
Y así, solo un día después de que llegara su carta, llegó la propia visitante. El Rojo corrió a darle la bienvenida.
Pero, en el momento en que ella salió de su coche, El Rojo se echó hacia atrás torpemente. Nunca había visto a una persona con este aspecto.
Rodeada de campos de frijoles y maíz, lucía un vestido rosa y tacones rosas. Sus uñas eran largas y estaban pintadas del color de las uvas, y sus labios eran rojos como cerezas mojadas. El aire, que durante esos días olía levemente a flores de rosas y hierba triturada, ahora hormigueaba con el olor del talco perfumado. Debajo de la vieja caja de pájaros, donde treinta generaciones de golondrinas purpúreas habían criado a sus crías, abrió los brazos para saludarme.
Todo ese día, El Rojo parecía perdido. No lo llevé a nuestro paseo matutino habitual. La visitante y yo hablamos y lo mantuvimos despierto por la tarde cuando solía dormir. Olvidé frotarlo entre las orejas y olvidé asegurarle que todo estaba bien.
Cuando a última hora de la tarde, El Rojo comprendió que finalmente la visitante se iría, casi pareció reír.
Pero cuando el automóvil de la visitante se alejó y El Rojo me miró a la cara, toda la alegría en sus ojos desapareció.
Esa noche nos sentamos en silencio en el columpio debajo de los arces pensando en todo lo que había sucedido ese día.